martes, 5 de octubre de 2010

Caballas a la Parrilla

Mi hijo y yo tenemos por costumbre ir a bucear por las mañanas durante las sempiternas vacaciones en Huasco. Es una sana costumbre de vacaciones de verano. Hace que nos levantemos temprano. Además es un deporte. Nada más ponerse el equipo requiere de todo un esfuerzo. Sin embargo, lo más importante es esa complicidad que se crea cuando los dos hacemos algo juntos, especialmente sin hablar, sólo haciendo algo entretenido juntos.

Aquél día pasamos por la Capitanía de Puerto dejando constancia de dónde iríamos y todo ese tipo de necesarias precauciones. Fuimos a bucear frente a unos roqueríos que están del otro lado del Puerto Mecanizado por donde se exportan los pelets de hierro a Japón. Esos roqueríos caen prácticamente verticales por unos 30 a 40 metros hasta un blanco fondo de conchilla. Un agua fría y muy transparente, cosa poco habitual, nos deleitó. La pared de rocas estaba llena de vida, incluyendo muchísimos locos (Conchalepas conchalepas), algunos muy grandes. Una buena docena de locos estaban agrupados en lo que sólo podría describir como un "montoncito" para no decir una "orgía". Muchas veces me he preguntado qué es lo que estaban haciendo esos locos los unos sobre los otros y sólo he llegado a algunas elucubraciones descabelladas que van desde una especie de reunión social para elegir a sus representantes políticos hasta una ceremonia religiosa en honor a los cigarrillos pasando por una representación teatral con mayonesa. También podría darse el caso de simplemente ser una fiesta porque aquel día los locos estaban en veda. Probablemente nunca lo sepa.

Tuvimos otra sorpresa aquél día. Al final del buceo, cuando subíamos lentamente hacia la superficie, nos encontramos con un banco de caballas, el cual estuvo dando vueltas en espiral alrededor de ambos por unos buenos cinco minutos. Fue una escena de la cual nunca me olvidaré. Ver a mi hijo a mitad de agua, con el azul profundo de fondo, rodeado por cientos de pequeños relámpagos metálicos azulados fue uno de esos momentos mágicos de los cuales atesoro el recuerdo. Una preciosa y efímera imagen para la eternidad.

Las caballas son unos peces migratorios, pelágicos y costeros, ampliamente distribuidos, que suelen alimentarse de sardinas, anchoas u otros pequeños peces. Se le conoce como Scomber japonicus, estornino, chub mackerel, sarda, maquerol, verdel y una infinidad de nombres más pues se le puede encontrar en abundancia en todos los mares del planeta. La caballa es un pez espléndido con un lomo color azul metálico con rayas negras y vientre plateado. No es un pescado apreciado de quienes no conocen mucho del mar pues tiene una carne bastante fuerte de color café claro y no suele conservarse bien. Fresco su carne es lustrosa y rígida, pero por desgracia este aspecto no dura mucho tiempo por lo que debe consumirse enseguida. Desconfíe de este pescado cuando está blando y poco brillante.

Dos años después del memorable encuentro con el banco de caballas, me volví a encontrar con otras caballas, pero éstas estaban en estado de recién pescadas en una sarta en el muelle de pescadores artesanales de Huasco, el cual visito religiosamente todos los días durante mis vacaciones, tras el buceo claro está. Por ser un pescado poco conocido, abundante y de fuerte gusto, como todos los de la familia de los mackerel, también conocidos como maquereaux, son de un costo bastante modesto. Son el lumpen de los peces, el bajo proletariado ictiológico, poco apreciados, baratos y abundantes. Pero para mi son simplemente una maravilla. Una maravilla cotidiana del mar. Esa sarta de unas cinco caballas todavía mojadas de mar era una de esas simples maravillas con las cuales se construye el tejido de la felicidad en la vida. Me la llevé a casa.

Ahora, el desafío es cómo cocinar las caballas. El sabor de la carne es fuerte volviendo poco recomendable el usar salsas delicadas, pues se perderían ante el fuerte gusto de la caballa. Decidí honrar a las caballas en su simplicidad primigenia. Las vacié, limpié, corté las cabezas y lavé. En una fuente las cubrí de sal de mar y de una buena cantidad de ese aceite de oliva del cual el valle es tan pródigo. Pude haberlas partido en dos sacando la columna, pero decidí no hacerlo argumentado profundos motivos estéticos cuando la flojera habría bastado como explicación. Dejé a las caballas disfrutando de su sazón por una media hora. Lo más trabajoso y largo fue armar la parrilla, prender el fuego y lograr las brasas adecuadas a la ocasión.

El resto de la preparación fue la simplicidad misma. Dejar a las caballas unos siete a ocho minutos por lado, retirarlas y proceder a servirlas ipso facto.

Et voilà! Tiempo de sentarse mirando al mar con una copa de buen vino blanco en la mano y una caballa a la parrilla en el plato. La felicidad simple. ¿Qué más se puede pedir?

viernes, 9 de octubre de 2009

Dorado con Endibias

Los viajes, y la vida nos es más que un viaje más largo, están llenos de casualidades. De esas casualidades no tan casuales que si habríamos de calcular su probabilidad serían absolutamente nulas. Sincronías habría de llamarlas el bueno de Carl Gustav Jung. Casualidades. Sincronías. Da lo mismo. El punto importante es que suceden, pasan, y esta es la historia de una de esas casualidades que le aconteció al único hermano de mi hermana.

Este verano, como todos los años, emprendí mi peregrinación veraniega anual a Huasco Puerto, con el único objetivo de dormir, cocinar, comer y recuperar fuerzas alejado del infinito ajetreo de nuestras urbanas vidas. Urgente, a mi un poco de la plácida y flácida tranquilidad de un pueblo en donde nunca pasa nada, nunca. Así que la primera semana de febrero vacié mi refrigerador, lo puse en una heladera, tomé el resto de mis cosas, libros, laptop, ropas y algunas botellas de buen vino para casos de urgencia o de nostalgia, lo cargué todo en la parte trasera de mi camioneta, y enrumbé hacia el norte.

Más o menos al mismo tiempo, un pez sin nombre, probablemente sin "yo", desde la cálidas aguas de Hawaii, enrumbó hacia el sur. A los suyos se les suele conocer como mahi-mahi en dichas islas. En Chile se los conocen simplemente como dorados. Un día mirando al norte habría de costarme o tomarme el llegar a Huasco desde Santiago. La ruta es simple, directa, recta y bella. Primero es un largo recorrido entre el mar y los cerros antes de llegar a la Serena. Después, sólo desierto, "Soledades, soledades, desatados peladeros" habría de escribir doña Gabriela Mistral. La paz del desierto, navegando las sequedades rumbo al norte en la monotonía ondulante de la infinidad del polvo.

El pez sin nombre, por su lado, viajó hacia el sur en su desierto azul, entre las oscuras profundidades a las cuales los mahi-mahi nunca bajan y el cambiante cielo al cual nunca ascienden. Viajó hacia el sur en la delgada interfaz entre dos abismos negros. ¿En qué habrá pensado el pez sin nombre en su largo viaje por el desierto azul? ¿Qué habrá visto en las inmensidad mojada del Pacífico? ¿Qué versos habrá escuchado a las ballenas declamar?

Habríamos de encontramos un lunes nueve de febrero en Huasco, yo recién llegado al pueblo y todavía cubierto del delicado polvo del desierto y él aún mojado por la sal del Pacífico en el estante de un pescador, en el muelle. Dos viajes para un mismo destino. Algo de ese pez sin nombre, y ya sin vida, me sedujo. Lo compré.

Lo compré y me lo llevé a casa. Lo puse en el refrigerador, justo al lado de unas endibias que me habían acompañado en el desierto de un refrigerador a otro. Me serví una copa de vio blanco helado, me senté en la terraza y abrí en una página cualquiera uno de mis libros de lectura obligatoria durante el verano. El mentado libro se llama 800 Recettes de Poissons, Coquillages et Crustacés de Myrette Tiano.

Casualidades. Sincronías. Da lo mismo. El punto importante es que la primera receta de la página cualquiera que estaba frente a mi decía; Bar aux endives. Fue uno de esos portentosos momentos en los cuales el futuro se muestra preñado y desnudo ante nuestros atónitos e incrédulos ojos. El oráculo me había develado la respuesta a la principal interrogante del día, ¿qué habría de cocinar hoy?

Así que, dos copas de vino blanco después, procedí a levantarme del sillón de la terraza, abandonar la contemplación del Pacífico, que tranquilo nos baña todas las mañanas, y empezar a cocinar el almuerzo. Tomé las endibias, las partí en cuatro en el sentido del largo, y después las volví a partir en dos en el sentido del ancho. Tomé todo lo que fue partido y lo puse a fuego muy lento con bastante mantequilla en uno de esos pequeños sartenes para hacer salsas sin las cuales la vida no sería lo que es. Ya que estaba dedicado a partir, seguí partiendo un limón en rodajas y las agregué al sartén. Sal y pimienta negra recién molida completaron el cuadro. Revolví bien el todo y lo dejé que se cociera a fuego lento por unas dos copas más de vino blanco, algo así como veinte minutos, lo que me da como diez minutos por copa de vino blanco cuando estoy cocinando. No es una mala autonomía para un cocinero.

En una de esas sempiternas ollas chicas que los franceses llaman tan pornográficamente un fait-tout puse bastante mantequilla, la fundí y fui agregando harina como si fuese a hacer una béchamel, pero al último minuto, en vez de agua agrego crema fresca, y revuelvo el todo con convicción, fuerza, sal y pimienta negra recién molida. De haber tenido ciboulette se la habría agregado, pero no se encuentra ciboulette en Huasco ni la había traído conmigo en mi travesía del desierto.

La cama para los dos la preparé en una fuente para ir al horno, lo que me trae a la memoria el recuerdo de haber encendido el horno hace más o menos unas dos, o quizás tres, copas de vino blanco. En la mentada fuente, con delicadeza preparé una cama de endibias con limón, que fue cubierta por el blanco manto virginal de la salsa recién preparada. En dicha cama, con devoción, ternura y algo, o bastante, de emoción dispuse los filetes de lo que fue un pez sin nombre que viajó a mi, en un encuentro dictado por el destino y la fatalidad. Algo más de sal y de pimienta recién molida fue a cubrir al viajero sin nombre. A estas alturas del relato es la tercera vez que muelo pimienta en el mortero. De haber estado sobrio habría molido una sola vez mucha pimienta negra al principio de la receta en vez de hacerlo de a poco, a medida de las necesidades. Pero, no estaba sobrio, al haber hecho su efecto el vino blanco. No importa en todo caso y otro día hablaré de la improbable casualidad que llevó a algunas uvas del Valle de Casablanca a encontrarse con mi sed de desierto ese día.

El punto importante es que ceremoniosamente puse la cama del pez sin nombre en el horno en donde lo dejé calentarse, y cocinarse sea dicho de paso, por unas dos copas más de vino blanco. Más o menos. Creo. Bueno, cuando se vea listo, se saca del horno, se sirve en la mesa frente al mar, y se procede a comer al pez sin nombre en lo que fue su última cama en una ceremonia muy regada de vino blanco y que semeja más un rito nupcial que un almuerzo.

Sólo espero que el pez sin nombre haya sido hembra.

jueves, 19 de febrero de 2009

Sauce Veloutée d'Écrevisses


Las vacaciones tienen sus tradiciones. Especie de ritos a los cuales nos obligamos para darnos cuenta de que estamos realmente de vacaciones. Nos sometemos a los mismos ritos cada año para reconfortarnos en la inmutabilidad del tiempo. En la inmutabilidad de nuestra existencia. Para no tener que odiar todos los pequeños signos de cambio con su traidora manía de inmiscuirse en el perfecto lugar al cual volvemos todos los años por nuestra ración de sol, mar y arena.


Huasco no cambia. Permanece igual a si mismo mientras navega por los años. El cajero automático del Banco de Chile y esta pizzería con entrega a domicilio (Chango's Bar) no existían el año pasado. Sin embargo, Huasco es ese mismo sempiterno pueblo perdido entre el desierto y el mar, como varado en su propia somnolienta playa. Ese es su sutil encanto. Esa atemporalidad en su polvorienta y asoleada existencia. Siempre estuvo aquí. Estuvo aquí cuando los changos fueron desterrados del Lago Titicaca por incaler la honra del Inca, o del incario, como sea el caso. Estuvo aquí cuando barbudos de brillantes armaduras y cansados corceles pasaron con sus huestes quechuas por sus costas buscando un dorado sueño en el fondo de sus enajenados ojos. Estuvo aquí cuando el Almirante Grau se dignó a propinarle varias granadas desde el Huáscar. Sigue aquí. Y seguirá aquí en un siglo más cuando los últimos hielos eternos de este atribulado planeta hayan fundido y nos obliguen a construir un nuevo muelle unos cien metros más arriba del anterior en la nueva costa de un mundo tropicalizado pero con el mismo Huasco frente al mismo inmutable mar.


Valga aclarar que Huasco no sería el mismo Huasco sin su río homónimo y, sobretodo, sin los benditos camarones de río, écrevisses en Français y Cryphiops caementarius en latín, del río recién mentado. Toda vacación en Huasco debe obligadamente iniciarse por un platacho de camarones de río. Esa es mi tradición. Una de varias. Pero es una de las tres más importantes. Cada año preparo un simple court-bouillon con una cebolla trozada en ocho, una zanahoria en rodajas y algunas plantitas surtidas y silvestres en el cual procedo a cocer los camarones, tal cual salieron de río, tal cual fueron lavados y tal cual caen en su último baño ruborizante. Unos pocos minutos de hervor, y listo se sacan, cuelan y dejan enfriar.


El sentarse en la terraza de la casa, frente al mar, con un aïoli y abundante vino blanco a degustar, chupetear y lengüetear las colas y cabezas es una tradición. Es un rito de bienvenida al verano, a las vacaciones, al mar, al sol, a la arena y, sobretodo, a Huasco. Todos los años es el mismo rito, el mismo mar y los mismos comensales.


Pero, este año, no sé muy bien por qué, quizás por la perturbadora vista de un nuevo, el segundo, cajero automático en este somnoliento pueblo, o simplemente porque este año nació bailando salsa en una salsoteca, decidí probar algo nuevo. Decidí realizar un infinitesimal, cuasiestático, cambio en la receta e introduje una segunda salsa para darle más opciones a los salseros comensales. En una de esas siempre útiles pequeñas ollas enlosadas puse una buena cantidad de mantequilla a fundirse a fuego lento, muy lento pues no debe de quemarse la mantequilla sino que debe simplemente fundirse y quedar con ese color oro tan particular que tiene la mantequilla derretida.


En ese amarillo profundo dejo caer como nieve en navidad (boreal) varias cucharaditas de harina mientras voy revolviendo el todo como buen revolvedor que soy mediante la siempre amable cucharita de madera. La harina debe de quedar bien revuelta y sin presentar grumos, so pena de quedar con una salsa grumosa. Toda la delicada operación se realiza a fuego lento, muy lento, aún cuando procedo a practicar el siguiente y ecológico paso. Ecológico en afán es el recuperar el court-bouillon después de la cocción de los benditos camarones de río. Cualquier cocinero sabe que lo que queda de jugo después de realizado un court-bouillon debe ser guardado para servir de base de infinidad incontable de salsas, sopas y recetas surtidas, variadas y variopintas. No es un secreto, por ejemplo, que el secreto de una buena paella es el caldo con el cual se prepara el arroz, siendo el caldo resultando del court-bouillon de los camarones de río particularmente apreciado en una buena paella de camarones o mariscos, según sea el caso.


Volviendo a lo que tenemos sobre el fuego, en la pequeña y fiel olla enlosada agrego varios cucharones del caldo resultante de la cocción de los siempre benditos camarones de río en el siempre útil court-bouillon y voy revolviendo, buen revolvedor que soy, la mantequilla y el caldo, siempre a fuego muy lento. Agrego sal y pimienta por una tradición milenaria. Dejo el todo un rato mientras reduce la incipiente salsa.

Con una buena gallina cooperadora me consigo un par de huevos, y en un bol, pongo la yema de los huevos susodichos. Con un tenedor los voy revolviendo, buen revolvedor, y le agrego un hilo de jugo de limón correspondiente a la espiración de un limón previamente estrujado. Revuelvo bien esa mezcla hasta que esté bien revuelta, o sea, homogénea. Con el mismo cucharón saco un poco de la incipiente salsa de la fiel olla enlosada y la voy agregando al bol sin dejar de revolverla. El revolverla es una de las grandes tradiciones de las vacaciones, claro está.


Apenas esté el contenido del bol bien revuelto, lo incorporo a la pequeña y fiel olla enlosada, sin dejar de revolver el contenido de la olla, pequeña y fiel. Sigo incorporando un pote de crema a la misma olla, pequeña y fiel, sin dejar de revolverla por ya casi un destino mitológico, tal Sisifo de la revoltura.


Pero, como no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, no hay salsa que no queda lista, y tras verificar, y corregir de ser perentorio, la sal y la pimienta, se procede a servir en la mesa ante los hambrientos comensales. Para impresionarlos y hacer gala de erudición procedo a denominarla Sauce Veloutée d'Écrevisses y paso a incorporarla a las tradiciones que desde el próximo año me veré obligado a respetar y a las cuales me someteré al realizar esta misma salsa en honor de las salsas de los años pasados.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Arroz a la Huasquina

El arroz es básico. Es el pan.


Más de seis mil años atrás, antes de la historia, al principio de las leyendas, entre dragones y jade nació el arroz. ご飯, gohan, أَرُزّ, arroz lo llamaron la gente que de él vivía. Oryza sativa para los que de estas cosas saben (Carl von Linné dixit). Delicadas manos de amarillas mariposas lo plantaron, cuidaron y cosecharon. Las mismas manos en su infinito diario ritual lo cocieron y sirvieron por milenios. Blanco, así es el arroz. Tres bol al día. 朝ご飯 (asagohan), 昼ご飯 (hirugohan) y 晩ご飯 (bangohan). Señor, danos nuestro ご飯 de cada día.


Los árabes, eternos navegantes en el infinito mar de arena, hilos de camellos tejidos entre dos mundos, especies, alfombras, números, alambiques y arroz trajeron a الأندلس (Al-Ándalus). Paella (del latín patella, 'pan') lo hicieron las morenas hijas berbers (beurettes en Français) y árabes cuya piel habría de teñir España para siempre. Esas mismas manos morenas teñirían el arroz (أَرُزّ) en cazos de mortal fierro fundido. Con aceite de oliva, aceitunas y olor a mediterráneo fue teñido el arroz.


El pirómano de don Hernán Cortés de Monroy y Pizarro, Primer Marqués del Valle de Oaxaca (excelente queso), habría de llevarlo a América. Así, tras viajar por océanos, selvas, montañas y desiertos llegó a Huasco. Andaluces fueron mis ancestros. الأندلس fue su comida. Cebolla picada, ajo picado, ají verde picado, aceitunas picadas y mucho aceite de oliva fueron el substrato de sus vidas. Son el substrato de mi vida.


Se fríen con el cariño que sólo da el amor de los siglos. En cuanto la cebolla deje translucir sus lágrimas, el arroz ha de ser arrojado al cazo y revuelto como el destino en el aceite de oliva del tiempo. Pero con cuidado, pues el tiempo es justo. El agua lo lava todo. Incluyendo al tiempo. Y al arroz. Con agua habrá de ser cubierto el arroz, su aceite, su cebollas, su ají verde y sus ajos, picados todos.


Del sal cubierto, el plato se prepara. Con tiempo. El agua ha de evaporarse. El arroz ha de inflarse. El tiempo al tiempo. El tiempo es el eterno pago. Así 孫 悟飯 (Son Gohan) habrá de crecer y ser un 超サイヤ人(Sūpā Saiyajin). El arroz hará lo mismo. Crecerá. Se hará fuerte. Potente.


El poder del tiempo no ha de subestimarse. Tampoco este arroz. Arroz de esta tierra a mar, desierto y sal. Tierra que un berber habría hecho suya. Tierra que mis ancestros andaluces hicieron suya. Tierra y mar que los changos hicieron suya.


El arroz acompaña. El arroz es hembra. El arroz recibe. El arroz acoge. El arroz toma los sabores. Las salsas, las cremas. El arroz acompaña.

El arroz es hembra.

jueves, 6 de marzo de 2008

Lapas Fritas

No todo es comer en la vida.

A veces es necesario hacer otras cosas. Y no sólo estoy hablando de detalles como dormir, bailar apretado e higiene personal. Menos estoy hablando de estudiar o trabajar. A veces es importante simplemente experimentar la vida. Vivir la vida. Hacer cosas totalmente distintas. Cosas medias locas. Hacer esas cosas que no hacemos nunca o casi nunca que es lo mismo. Esas cosas de las cuales habremos de acordarnos mientras esperamos a un semáforo dubitativo en cambiar su pigmentación una fría y gris mañana de invierno camino a la pega.

Cada persona tiene esa cosa loca que hace de vez en cuando, con su saborcillo a adrenalina, para permitirse el recuerdo de su vida. Cada persona escoge su método. Para algunas personas son pequeñas acciones simples; pasear el perro alrededor del barrio, tomar el Transantiago o subirse a una montaña rusa. Pero, otras personas suelen hacer cosas bastante más locas. Uno de mis amigos suele saltar por la puerta de un avión en perfecto estado de funcionamiento bajo la insoportable excusa de que tiene puesto un paracaídas. De locos. Pero, a cada uno su método.

El mío es muy simple, tirarme al fondo del agua para ver lo que está allí abajo. Y lo hago en todos lados. Cualquier lago, charco, riachuelo, mar u océano es la excusa perfecta para que, trabajosamente, me ponga mi equipo y me tire al fondo a ver lo que hay. El que muchas veces me tire al agua desde una lancha en perfecto estado de funcionamiento no es tema de discusión.

Otro de los interesantes efectos laterales de vacacionar en Huasco Puerto es, increíblemente, el Océano Pacífico, que tranquilo nos baña, frente a la casa. De allí a ir a la caleta de pescadores y negociar con uno para que haga de lancha-taxi hasta algún lugar con buen fondo, hay sólo un paso, el cual fue obviamente dado. 李白 (Li Po) bien dijo, a propósito de otro tema, que "una jornada de mil leguas empieza con un paso".

Y allí estaba yo, a 15 metros bajo el agua, mirando una preciosa pared rocosa casi vertical, poblada de lapas, locos y uno que otro picoroco. El agua estaba a unos confortables doce grados a esa profundidad y la visibilidad era bastante buena, para ser la costa continental chilena, con unos diez metros más o menos. Y yo feliz en el fondo. Buceo por la sensación que tiene esa actividad. Para mi es una sensación onírica de libertad, de volar, de tranquilidad muy difícil de explicar. Es estar en otra dimensión, en otro planeta, y con otra corporalidad. Lejos, muy lejos de la rutina y del tedio diario de nuestro diario vivir.

Frente a mí las lapas pastaban apaciblemente. A diferencia de los locos, las lapas son herbívoras, y se pasan la vida tales vacas rumiando. Claro está que en vez de engullirse con pasto en un plano horizontal lo hacen con algas en un plano vertical y bajo el agua. Sin embargo la metáfora es válida. Una lapa se la pasa en eso toda la vida, hasta que se muere o que, lo más probable, se la comen. ¿En qué pensará una lapa mientras come algas? ¿Se darán cuenta que los locos se engullen a su alrededor a todo bicharaco chico, incluyendo las lapas chicas y los sempiternos choritos? ¿Cuáles son sus sueños? ¿Sus pesadillas? ¿Tendrán los locos pesadillas de que son ceniceros? ¿Qué harán las lapas para sentirse vivas? ¿Les interesara siquiera?

Casi una hora después volví a la superficie y a la realidad diáfana de nuestra aérea existencia, con sus servidumbres, tales como la entrañable costumbre de alimentarse. Salí por el muelle de los pescadores, y pasé a ver qué tenían de pesca para preparar el almuerzo y la cena. Compré un precioso congrio colorado para el almuerzo, el cual frito y servido con ensalada chilena es un clásico bien establecido de por estas tierras. Además, e inspirado por la meditación subacuática, me compré un par de bolsas de lapas para la noche. En Chile se considera a la lapa como el pariente pobre del loco, pero nada de tal, pues en la cocina son muy sabrosas. Total, a mi me gustan y a la mujer de mis sueños le encantan.

Generalmente dichos animalejos son conocidos como Patella sp. y, sobretodo, Fissurella spp. En Chile son unas diez especies las comercializadas, de las cuales destacan principalmente las tres siguientes; lapa negra (Fissurella latimarginata), lapa rosada (Fissurella cumingi) y lapa reina (Fissurella maxima). Las dos bolsas de lapas comprendían una mezcla aleatoria de todas estas especies, pero vaciadas, golpeadas y limpias, lo cual es una gran adelanto con respecto a su estado salvaje.

Llegada la noche, me puse un delantal y penetré en la cocina. Saqué las lapas, las volví a lavar con agua dulce por superstición y las sequé lo mejor posible. Es muy importante que se sequen muy bien, so pena de grave percance para el cocinero, pues el aceite hirviendo en gotas sobre la piel es un arma de defensa personal tan antigua como el asalto a los castillos de la edad media. En el sempiterno wok puse bastante aceite de oliva y subí el fuego para que estuviese lo más caliente posible. Mientras tanto, volví a secar las lapas con gran refuerzo de toalla nova, para que de verdad estuviesen secas. De haber tenido un secador de pelo, lo uso. De haber tenido una freidora eléctrica, también la uso, y me habría evitado un par de quemaduras en las manos y brazos.

El resto de la receta es de una simplicidad casi infantil, las lapas se fríen hasta que queden doradas por fuera y bien crujientes, estilo papas fritas. Lo único difícil es no quemarse demasiado al hacerlo y no olvidarse de ponerle la cantidad apropiada de sal, ni mucho ni poco. En cuanto estén bien doradas las lapas se sirven con una buena botella de vino blanco a la mujer de sus sueños, en la terraza, frente al mar y bajo la luna llena.


Sin lugar a dudas, pensando en eso 李白 escribió en su poema 月下獨酌 lo siguiente;
花間一壺酒
獨酌無相親
舉杯邀明月
對影成三人
月既不解飲

Bisque de Camarones de Río

Como al almuerzo me tocó hacer unos camarones de río al aïoli, después del almuerzo y de la consabida siesta, me toca lavar los platos, las ollas y ese tipo de mundanos menesteres. No obstante el deber de la pulcritud, la tarea más importante de la tarde es la de preparar la cena.

Y justamente, una sopita iría muy bien pues después de nuestro pantagruélico almuerzo. Una cosita ligera cosa de no subir demasiado de peso durante las vacaciones. Casualmente quedaron los restos del almuerzo, los cuales son siempre una invitación a realizar una sopa, muy a pesar de los sabios consejos de Mafalda. Ahora, no vamos a decir que los restos fueron abundantes ni mucho menos porque de quedar restos quedaron, pero de cabezas, patas y caparazones de camarones de río. De una simple colita huacha, ni hablar. Todas fueron engullidas al almuerzo. Además quedaba el caldo de cocción de los mentados crustáceos.

Queda claro que son crustáceos pues se trata de unos bichos decápodos, acuáticos y con exoesqueleto, dejando la identificación de la familia relativamente segura. Ahora, los camarones del río del norte de Chile (Cryphiops caementarius) forman una especie autóctona a esa zona y es un verdadero placer el que sean endémicos al bendito y nunca tan bien ponderado río Huasco. Pero, como toda especie que se precie de ser autóctona de Chile, están amenazados por la contaminación y ese tipo de atentados en contra de la ecología del lugar. Para seguir reafirmando mi espíritu ecologista decidí reciclar todos esos restos y transformarlos en una de las mejores recetas de la más refinada cocina francesa, una Bisque d'Écrevisses.

Por lo tanto, me dí el laborioso trabajo de tomar todos los restos y separar las cabezas. Las pinzas, patas, caparazones, exoesqueletos y otros fueron reservados. Eso fue fácil. El trabajo estuvo en las cabezas, pero como me precio de ser un intelectualoïde, con poco uso, tomé el reto como un desafío. Por precaución partí tomándome una piscola de emergencia. La labor fue titánica y sucia. Cada cabeza de camarón de río fue abierta completamente y la bolsita negra que contiene una mierda negra y más amarga que un desengaño... más amarga que la hiel... justamente, está llena de hiel, razón por la cual no puede participar de una Bisque d'Écrevisses como cada cual entenderá. Después de dos piscolas y 341 cabezas había terminado... con las cabezas...

Ahora me tocaba la preparación del sofrito (mirepoix en francés), el cual como todo el mundo sabe se hace en una sartén, olla o wok, sea lo que se tenga limpio a mano. Seguí usando el wok. Puse mucho aceite de oliva en el fondo, una cebolla mediana picada en cuadritos, 4 dientes de ajo pelados, algo de orégano, media hoja de laurel y procedí a revolverlo todo tranquilamente hasta ablandamiento de las respectivas verduras que en este caso no son verdes. A continuación se agregan todos los restos reservados que quedaban de camarones de río, a saber, pinzas, patas, caparazones, exoesqueletos surtidos y restos de cabezas sin ningún rastro de aquella bolsita negra que les sirve de estómago. El todo se deja freír en el wok controlado por el vigilante cocinero con el poder de su cuchara de palo. Y se fríe hasta que el aceite toma ese color rojizo de las caparazones, además del exquisito sabor allí escondido.

Se toma todo esa fritura, y se la pone en una gran olla en donde además agregamos unas dos o tres tazas de agua, el caldo de cocción de los camarones del almuerzo y un poquito de sal. No mucha sal, pues la cantidad exacta se agrega al final después de la consabida verificación de gusto. El todo se pone a hervir y se deja hervir por a lo menos una media hora y hasta una buena hora, cosa de asegurarse que todos los jugos y esencias de los bicharacos estos pasen al caldo. Se apaga el fuego y se deja enfriar un buen rato. Digamos, hasta que esté frío.

Intermedio de relajación en la playa tomando sol.


Bien frío, para no quemarse, se toma todo ese caldo, con caparazones flotando, y se le pone en una juguera en donde es licuado hasta su máxima expresión. Consejo práctico para los hombres, asegurarse que la tapa de la juguera esté bien puesta so pena de tener que limpiar y pintar nuevamente todo el techo de la cocina. Bueno, una vez bien licuado todo este menjunje, se pasa por un colador y se pone en otra olla en donde se vuelve a hacer hervir para que el caldo quede más bien espeso, tipo crema.

Lo cual trae a mi memoria el tema de la crema. Justo antes de servir, cuando esto empieza a parecerse a una sopa y a oler a algo no sólo posiblemente comestible sino francamente apetitoso, se baja el fuego al mínimo, se verifica la sazón, lo que es una manera de decir que el cocinero le pone más sal según sus propios gustos, y se agregan dos ingredientes mágicos. El primero son dos potes de crema espesa cosa de asegurarse de la espesura de la sopa, también conocida como bisque. Después de agregar la crema, la bisque no debe hervir por ninguna circunstancia bajo apercibimiento de que se corte.

Por último, no nos olvidemos que estamos en Huasco Puerto, el cual se encuentra frente al Río Huasco, en el valle homónimo de la provincia homónima. Casualmente, se dá la casualidad que este valle es el productor de los dos mejores piscos de Chile, en la humilde opinión del que escribe, basada en una larga experiencia en empinar el codo. Estos serían el Horcón Quemado y el Bou Barreta, los cuales se producen artesanalmente en el mentado valle, muy al fondo, pasado Alto del Carmen por el lado de San Felix. Como nos hemos acordado de tan singular hecho, procedemos a ponerle no más, un vaso de pisco, del bueno, a la bisque, también conocida como sopa en castellano. En Francia le ponen cognac a la bisque, pero como estamos en Chilito y en Huasco para colmo, le ponemos pisco no más a la sopa.

Et voilà.

Se sirve, con unos croutons y una buena botella, o dos, de chardonnay, y a la mesa.

Camarones de Río al Aïoli

Siguiendo con estas tranquilas y gastronómicas vacaciones en el Puerto de Huasco, se me hace un deber ineludible el contar la manera más zen y vacacional de comerse los benditos camarones de río del anteriormente mentado río Huasco, la cual consiste simplemente en hervirlos en court-bouillon (agua en castellano) y servirlos acompañados de mayonesa al ajo (aïoli en francés).

Calificar esta receta de zen es defendible mediante el recurso de apelar a la simplicidad rústica, básica, pero sin embargo elegante, tanto de la preparación misma como de la disposición en el plato de los aprestos. Un japonés probablemente diría que es más 侘寂 (wabi-sabi) que 禅 (zen), y probablemente tendría razón.

Ahora, lo de vacacional hace referencia al hecho, muy reñido con la memoria del ilustre venezolano, don Manuel Antonio Carreño, que se usan los dedos y las manos para comer este manjar de los dioses. Además, acompañarlos con aïoli asegura un radio de exclusión de al menos 3,5 [mts] ante cualquier vampiro cercano, o cliente, o jefe, sea el caso o la diferencia entre uno u otro. El efecto protector suelde durar un par de días.

En todo caso, lo importante del caso, son los camarones de río al aïoli, los cuales son de una preparación compartida y de una simpleza que raya en la delicadeza máxima. Por un lado, en una olla se pone agua, algo de sal, un poco más de sal, una cebolla mediana pelada y partida en ocho, dos dientes de ajo aplastados y algo de pimienta por las buenas costumbres. Se deja hervir el todo. A eso los franceses denominan un court-bouillon y es todo un tema dentro de la cocina francesa, pues sirve de base de innumerables aprestos culinarios, los cuales no enumeraremos en este lugar pues son, justamente, innumerables. Sin contar que como buen computólogo en vacaciones me resisto a contar lo que sea, pues la esencia de dicha ciencia consiste en contar lo que sea, partiendo por la hojas de los árboles.

Por el otro lado, se toma una cabeza de ajo completa, y se la pela dejando los dientes listos. Si los comensales son muchos o son machos pueden ser más ajos, hasta lo que dé su antojo, o su antajo. "Acaricia primero ese marfil precioso" dijo el gran poeta pensando en un Caldillo de Congrio. Todos aquellos dientes de ajos desnudos son arrojados, con cierto arrojo y sobretodo puntería, en una de esas maravillosas creaciones de la tecnología moderna y francesa; una Moulinex 1-2-3, en cuyo interior se habrá tenido la precaución de poner una buena cantidad de mayonesa. Yo uso la mayonesa Hellmann, en su variedad al aceite de oliva, por un atavismo singular.

Ahora, son dos las objeciones que se presentan. La primera por los defensores de la verdadera mayonnaise, la cual se debe hacer a mano con huevos y todo ese tipo de parafernalia. Los más extremistas llegarán a decir que un verdadero aïoli sólo se hace en un mortero de piedra con dientes de ajo pelados, un poco de aceite de oliva y mucha paciencia y fuerza del cocinero. Tienen toda la razón. El verdadero aïoli no sólo se hace así sino que además sabe exquisito. Sin embargo, al estar de vacaciones, el método de la Moulinex 1-2-3 es mucho más rápido y conveniente. La segunda se refiere al mercantilismo implícito al mencionar nombres de marcas de productos. Pues, me da lo mismo. Son las que yo uso y me gustan.

Después de tanta discusión filosófica, el court-bouillon (agua en francés) tuvo todo el tiempo necesario para hervir, y llevarnos a ese momento en el cual tenemos que tirar los camarones de río al nunca tan bien ponderado court-bouillon. Si nos acordamos de la receta anterior, y de las buenas costumbres de orden y decoro, los camarones de río deben de estar limpios, lavados y pulcros antes de echarlos a hervir. Aquí el manejo del tiempo debe ser exacto. Se tiran los camarones de río al agua hirviendo, se espera a que vuelva a hervir y se cuenta hasta 120 reteniendo la respiración. También se puede usar un reloj y contar dos minutos exactos desde que vuelve a hervir. Allí se sacan con una de esas cucharas con hoyos que permiten que el caldo se quede mientras se recuperan los ingredientes sólidos.

Y listo. Se sirve.

O sea, en la mesa se sirve en una fuente los camarones de río aún tibios, los potes con el aïoli, algunos platos hondos para recuperar las cabezas de camarones de río que no han sido chupadas ni lengüeteadas, otros platos hondos para recuperar los demás restos, y un buen vino blanco bien helado.

El court-bouillon y los restos de camarones de río que no han sido chupados se reservan pues serán la base de la sopa de la noche, como veremos en la próxima receta.


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