viernes, 9 de octubre de 2009

Dorado con Endibias

Los viajes, y la vida nos es más que un viaje más largo, están llenos de casualidades. De esas casualidades no tan casuales que si habríamos de calcular su probabilidad serían absolutamente nulas. Sincronías habría de llamarlas el bueno de Carl Gustav Jung. Casualidades. Sincronías. Da lo mismo. El punto importante es que suceden, pasan, y esta es la historia de una de esas casualidades que le aconteció al único hermano de mi hermana.

Este verano, como todos los años, emprendí mi peregrinación veraniega anual a Huasco Puerto, con el único objetivo de dormir, cocinar, comer y recuperar fuerzas alejado del infinito ajetreo de nuestras urbanas vidas. Urgente, a mi un poco de la plácida y flácida tranquilidad de un pueblo en donde nunca pasa nada, nunca. Así que la primera semana de febrero vacié mi refrigerador, lo puse en una heladera, tomé el resto de mis cosas, libros, laptop, ropas y algunas botellas de buen vino para casos de urgencia o de nostalgia, lo cargué todo en la parte trasera de mi camioneta, y enrumbé hacia el norte.

Más o menos al mismo tiempo, un pez sin nombre, probablemente sin "yo", desde la cálidas aguas de Hawaii, enrumbó hacia el sur. A los suyos se les suele conocer como mahi-mahi en dichas islas. En Chile se los conocen simplemente como dorados. Un día mirando al norte habría de costarme o tomarme el llegar a Huasco desde Santiago. La ruta es simple, directa, recta y bella. Primero es un largo recorrido entre el mar y los cerros antes de llegar a la Serena. Después, sólo desierto, "Soledades, soledades, desatados peladeros" habría de escribir doña Gabriela Mistral. La paz del desierto, navegando las sequedades rumbo al norte en la monotonía ondulante de la infinidad del polvo.

El pez sin nombre, por su lado, viajó hacia el sur en su desierto azul, entre las oscuras profundidades a las cuales los mahi-mahi nunca bajan y el cambiante cielo al cual nunca ascienden. Viajó hacia el sur en la delgada interfaz entre dos abismos negros. ¿En qué habrá pensado el pez sin nombre en su largo viaje por el desierto azul? ¿Qué habrá visto en las inmensidad mojada del Pacífico? ¿Qué versos habrá escuchado a las ballenas declamar?

Habríamos de encontramos un lunes nueve de febrero en Huasco, yo recién llegado al pueblo y todavía cubierto del delicado polvo del desierto y él aún mojado por la sal del Pacífico en el estante de un pescador, en el muelle. Dos viajes para un mismo destino. Algo de ese pez sin nombre, y ya sin vida, me sedujo. Lo compré.

Lo compré y me lo llevé a casa. Lo puse en el refrigerador, justo al lado de unas endibias que me habían acompañado en el desierto de un refrigerador a otro. Me serví una copa de vio blanco helado, me senté en la terraza y abrí en una página cualquiera uno de mis libros de lectura obligatoria durante el verano. El mentado libro se llama 800 Recettes de Poissons, Coquillages et Crustacés de Myrette Tiano.

Casualidades. Sincronías. Da lo mismo. El punto importante es que la primera receta de la página cualquiera que estaba frente a mi decía; Bar aux endives. Fue uno de esos portentosos momentos en los cuales el futuro se muestra preñado y desnudo ante nuestros atónitos e incrédulos ojos. El oráculo me había develado la respuesta a la principal interrogante del día, ¿qué habría de cocinar hoy?

Así que, dos copas de vino blanco después, procedí a levantarme del sillón de la terraza, abandonar la contemplación del Pacífico, que tranquilo nos baña todas las mañanas, y empezar a cocinar el almuerzo. Tomé las endibias, las partí en cuatro en el sentido del largo, y después las volví a partir en dos en el sentido del ancho. Tomé todo lo que fue partido y lo puse a fuego muy lento con bastante mantequilla en uno de esos pequeños sartenes para hacer salsas sin las cuales la vida no sería lo que es. Ya que estaba dedicado a partir, seguí partiendo un limón en rodajas y las agregué al sartén. Sal y pimienta negra recién molida completaron el cuadro. Revolví bien el todo y lo dejé que se cociera a fuego lento por unas dos copas más de vino blanco, algo así como veinte minutos, lo que me da como diez minutos por copa de vino blanco cuando estoy cocinando. No es una mala autonomía para un cocinero.

En una de esas sempiternas ollas chicas que los franceses llaman tan pornográficamente un fait-tout puse bastante mantequilla, la fundí y fui agregando harina como si fuese a hacer una béchamel, pero al último minuto, en vez de agua agrego crema fresca, y revuelvo el todo con convicción, fuerza, sal y pimienta negra recién molida. De haber tenido ciboulette se la habría agregado, pero no se encuentra ciboulette en Huasco ni la había traído conmigo en mi travesía del desierto.

La cama para los dos la preparé en una fuente para ir al horno, lo que me trae a la memoria el recuerdo de haber encendido el horno hace más o menos unas dos, o quizás tres, copas de vino blanco. En la mentada fuente, con delicadeza preparé una cama de endibias con limón, que fue cubierta por el blanco manto virginal de la salsa recién preparada. En dicha cama, con devoción, ternura y algo, o bastante, de emoción dispuse los filetes de lo que fue un pez sin nombre que viajó a mi, en un encuentro dictado por el destino y la fatalidad. Algo más de sal y de pimienta recién molida fue a cubrir al viajero sin nombre. A estas alturas del relato es la tercera vez que muelo pimienta en el mortero. De haber estado sobrio habría molido una sola vez mucha pimienta negra al principio de la receta en vez de hacerlo de a poco, a medida de las necesidades. Pero, no estaba sobrio, al haber hecho su efecto el vino blanco. No importa en todo caso y otro día hablaré de la improbable casualidad que llevó a algunas uvas del Valle de Casablanca a encontrarse con mi sed de desierto ese día.

El punto importante es que ceremoniosamente puse la cama del pez sin nombre en el horno en donde lo dejé calentarse, y cocinarse sea dicho de paso, por unas dos copas más de vino blanco. Más o menos. Creo. Bueno, cuando se vea listo, se saca del horno, se sirve en la mesa frente al mar, y se procede a comer al pez sin nombre en lo que fue su última cama en una ceremonia muy regada de vino blanco y que semeja más un rito nupcial que un almuerzo.

Sólo espero que el pez sin nombre haya sido hembra.

jueves, 19 de febrero de 2009

Sauce Veloutée d'Écrevisses


Las vacaciones tienen sus tradiciones. Especie de ritos a los cuales nos obligamos para darnos cuenta de que estamos realmente de vacaciones. Nos sometemos a los mismos ritos cada año para reconfortarnos en la inmutabilidad del tiempo. En la inmutabilidad de nuestra existencia. Para no tener que odiar todos los pequeños signos de cambio con su traidora manía de inmiscuirse en el perfecto lugar al cual volvemos todos los años por nuestra ración de sol, mar y arena.


Huasco no cambia. Permanece igual a si mismo mientras navega por los años. El cajero automático del Banco de Chile y esta pizzería con entrega a domicilio (Chango's Bar) no existían el año pasado. Sin embargo, Huasco es ese mismo sempiterno pueblo perdido entre el desierto y el mar, como varado en su propia somnolienta playa. Ese es su sutil encanto. Esa atemporalidad en su polvorienta y asoleada existencia. Siempre estuvo aquí. Estuvo aquí cuando los changos fueron desterrados del Lago Titicaca por incaler la honra del Inca, o del incario, como sea el caso. Estuvo aquí cuando barbudos de brillantes armaduras y cansados corceles pasaron con sus huestes quechuas por sus costas buscando un dorado sueño en el fondo de sus enajenados ojos. Estuvo aquí cuando el Almirante Grau se dignó a propinarle varias granadas desde el Huáscar. Sigue aquí. Y seguirá aquí en un siglo más cuando los últimos hielos eternos de este atribulado planeta hayan fundido y nos obliguen a construir un nuevo muelle unos cien metros más arriba del anterior en la nueva costa de un mundo tropicalizado pero con el mismo Huasco frente al mismo inmutable mar.


Valga aclarar que Huasco no sería el mismo Huasco sin su río homónimo y, sobretodo, sin los benditos camarones de río, écrevisses en Français y Cryphiops caementarius en latín, del río recién mentado. Toda vacación en Huasco debe obligadamente iniciarse por un platacho de camarones de río. Esa es mi tradición. Una de varias. Pero es una de las tres más importantes. Cada año preparo un simple court-bouillon con una cebolla trozada en ocho, una zanahoria en rodajas y algunas plantitas surtidas y silvestres en el cual procedo a cocer los camarones, tal cual salieron de río, tal cual fueron lavados y tal cual caen en su último baño ruborizante. Unos pocos minutos de hervor, y listo se sacan, cuelan y dejan enfriar.


El sentarse en la terraza de la casa, frente al mar, con un aïoli y abundante vino blanco a degustar, chupetear y lengüetear las colas y cabezas es una tradición. Es un rito de bienvenida al verano, a las vacaciones, al mar, al sol, a la arena y, sobretodo, a Huasco. Todos los años es el mismo rito, el mismo mar y los mismos comensales.


Pero, este año, no sé muy bien por qué, quizás por la perturbadora vista de un nuevo, el segundo, cajero automático en este somnoliento pueblo, o simplemente porque este año nació bailando salsa en una salsoteca, decidí probar algo nuevo. Decidí realizar un infinitesimal, cuasiestático, cambio en la receta e introduje una segunda salsa para darle más opciones a los salseros comensales. En una de esas siempre útiles pequeñas ollas enlosadas puse una buena cantidad de mantequilla a fundirse a fuego lento, muy lento pues no debe de quemarse la mantequilla sino que debe simplemente fundirse y quedar con ese color oro tan particular que tiene la mantequilla derretida.


En ese amarillo profundo dejo caer como nieve en navidad (boreal) varias cucharaditas de harina mientras voy revolviendo el todo como buen revolvedor que soy mediante la siempre amable cucharita de madera. La harina debe de quedar bien revuelta y sin presentar grumos, so pena de quedar con una salsa grumosa. Toda la delicada operación se realiza a fuego lento, muy lento, aún cuando procedo a practicar el siguiente y ecológico paso. Ecológico en afán es el recuperar el court-bouillon después de la cocción de los benditos camarones de río. Cualquier cocinero sabe que lo que queda de jugo después de realizado un court-bouillon debe ser guardado para servir de base de infinidad incontable de salsas, sopas y recetas surtidas, variadas y variopintas. No es un secreto, por ejemplo, que el secreto de una buena paella es el caldo con el cual se prepara el arroz, siendo el caldo resultando del court-bouillon de los camarones de río particularmente apreciado en una buena paella de camarones o mariscos, según sea el caso.


Volviendo a lo que tenemos sobre el fuego, en la pequeña y fiel olla enlosada agrego varios cucharones del caldo resultante de la cocción de los siempre benditos camarones de río en el siempre útil court-bouillon y voy revolviendo, buen revolvedor que soy, la mantequilla y el caldo, siempre a fuego muy lento. Agrego sal y pimienta por una tradición milenaria. Dejo el todo un rato mientras reduce la incipiente salsa.

Con una buena gallina cooperadora me consigo un par de huevos, y en un bol, pongo la yema de los huevos susodichos. Con un tenedor los voy revolviendo, buen revolvedor, y le agrego un hilo de jugo de limón correspondiente a la espiración de un limón previamente estrujado. Revuelvo bien esa mezcla hasta que esté bien revuelta, o sea, homogénea. Con el mismo cucharón saco un poco de la incipiente salsa de la fiel olla enlosada y la voy agregando al bol sin dejar de revolverla. El revolverla es una de las grandes tradiciones de las vacaciones, claro está.


Apenas esté el contenido del bol bien revuelto, lo incorporo a la pequeña y fiel olla enlosada, sin dejar de revolver el contenido de la olla, pequeña y fiel. Sigo incorporando un pote de crema a la misma olla, pequeña y fiel, sin dejar de revolverla por ya casi un destino mitológico, tal Sisifo de la revoltura.


Pero, como no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, no hay salsa que no queda lista, y tras verificar, y corregir de ser perentorio, la sal y la pimienta, se procede a servir en la mesa ante los hambrientos comensales. Para impresionarlos y hacer gala de erudición procedo a denominarla Sauce Veloutée d'Écrevisses y paso a incorporarla a las tradiciones que desde el próximo año me veré obligado a respetar y a las cuales me someteré al realizar esta misma salsa en honor de las salsas de los años pasados.

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