martes, 5 de octubre de 2010

Caballas a la Parrilla

Mi hijo y yo tenemos por costumbre ir a bucear por las mañanas durante las sempiternas vacaciones en Huasco. Es una sana costumbre de vacaciones de verano. Hace que nos levantemos temprano. Además es un deporte. Nada más ponerse el equipo requiere de todo un esfuerzo. Sin embargo, lo más importante es esa complicidad que se crea cuando los dos hacemos algo juntos, especialmente sin hablar, sólo haciendo algo entretenido juntos.

Aquél día pasamos por la Capitanía de Puerto dejando constancia de dónde iríamos y todo ese tipo de necesarias precauciones. Fuimos a bucear frente a unos roqueríos que están del otro lado del Puerto Mecanizado por donde se exportan los pelets de hierro a Japón. Esos roqueríos caen prácticamente verticales por unos 30 a 40 metros hasta un blanco fondo de conchilla. Un agua fría y muy transparente, cosa poco habitual, nos deleitó. La pared de rocas estaba llena de vida, incluyendo muchísimos locos (Conchalepas conchalepas), algunos muy grandes. Una buena docena de locos estaban agrupados en lo que sólo podría describir como un "montoncito" para no decir una "orgía". Muchas veces me he preguntado qué es lo que estaban haciendo esos locos los unos sobre los otros y sólo he llegado a algunas elucubraciones descabelladas que van desde una especie de reunión social para elegir a sus representantes políticos hasta una ceremonia religiosa en honor a los cigarrillos pasando por una representación teatral con mayonesa. También podría darse el caso de simplemente ser una fiesta porque aquel día los locos estaban en veda. Probablemente nunca lo sepa.

Tuvimos otra sorpresa aquél día. Al final del buceo, cuando subíamos lentamente hacia la superficie, nos encontramos con un banco de caballas, el cual estuvo dando vueltas en espiral alrededor de ambos por unos buenos cinco minutos. Fue una escena de la cual nunca me olvidaré. Ver a mi hijo a mitad de agua, con el azul profundo de fondo, rodeado por cientos de pequeños relámpagos metálicos azulados fue uno de esos momentos mágicos de los cuales atesoro el recuerdo. Una preciosa y efímera imagen para la eternidad.

Las caballas son unos peces migratorios, pelágicos y costeros, ampliamente distribuidos, que suelen alimentarse de sardinas, anchoas u otros pequeños peces. Se le conoce como Scomber japonicus, estornino, chub mackerel, sarda, maquerol, verdel y una infinidad de nombres más pues se le puede encontrar en abundancia en todos los mares del planeta. La caballa es un pez espléndido con un lomo color azul metálico con rayas negras y vientre plateado. No es un pescado apreciado de quienes no conocen mucho del mar pues tiene una carne bastante fuerte de color café claro y no suele conservarse bien. Fresco su carne es lustrosa y rígida, pero por desgracia este aspecto no dura mucho tiempo por lo que debe consumirse enseguida. Desconfíe de este pescado cuando está blando y poco brillante.

Dos años después del memorable encuentro con el banco de caballas, me volví a encontrar con otras caballas, pero éstas estaban en estado de recién pescadas en una sarta en el muelle de pescadores artesanales de Huasco, el cual visito religiosamente todos los días durante mis vacaciones, tras el buceo claro está. Por ser un pescado poco conocido, abundante y de fuerte gusto, como todos los de la familia de los mackerel, también conocidos como maquereaux, son de un costo bastante modesto. Son el lumpen de los peces, el bajo proletariado ictiológico, poco apreciados, baratos y abundantes. Pero para mi son simplemente una maravilla. Una maravilla cotidiana del mar. Esa sarta de unas cinco caballas todavía mojadas de mar era una de esas simples maravillas con las cuales se construye el tejido de la felicidad en la vida. Me la llevé a casa.

Ahora, el desafío es cómo cocinar las caballas. El sabor de la carne es fuerte volviendo poco recomendable el usar salsas delicadas, pues se perderían ante el fuerte gusto de la caballa. Decidí honrar a las caballas en su simplicidad primigenia. Las vacié, limpié, corté las cabezas y lavé. En una fuente las cubrí de sal de mar y de una buena cantidad de ese aceite de oliva del cual el valle es tan pródigo. Pude haberlas partido en dos sacando la columna, pero decidí no hacerlo argumentado profundos motivos estéticos cuando la flojera habría bastado como explicación. Dejé a las caballas disfrutando de su sazón por una media hora. Lo más trabajoso y largo fue armar la parrilla, prender el fuego y lograr las brasas adecuadas a la ocasión.

El resto de la preparación fue la simplicidad misma. Dejar a las caballas unos siete a ocho minutos por lado, retirarlas y proceder a servirlas ipso facto.

Et voilà! Tiempo de sentarse mirando al mar con una copa de buen vino blanco en la mano y una caballa a la parrilla en el plato. La felicidad simple. ¿Qué más se puede pedir?

0 comentarios:

blogger templates | Make Money Online